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CINCUENTA

 

Es marzo y el calor del verano da un descanso y permite que la brisa otoñal mueva los manteles y las enaguas de los vestidos.

María prepara una torta con mermelada de duraznos y merengue ante la atenta mirada de Nicolás y Margara. Con sus cinco y cuatro añitos apenas llegan a la mesa con sus ojitos castaños.

María tararea una canción y levanta la vista con una sonrisa. Sabe que Antonio está recostado en el marco de la puerta abierta del patio desde hace un rato, y siente el humo del cigarro que se mezcla con el olor dulzón del merengue.

Él le devuelve la sonrisa con sus dientes blancos y su rostro tostado  por el sol. Ya no es un muchacho y los cincuenta años le destiñeron sus negros cabellos.

—Ya está tu torta, Antonio —le dice María con una guiñada.

A pesar de todos los trabajos todavía le quedaba brillo en los ojos, y dejaba verlo en algunas ocasiones.

Antonio como respuesta sólo sostuvo la sonrisa y apagó el cigarro con sus zapatos viejos en la baldosa del patio.

Afuera esperaban todos para festejar su medio siglo de vida.

La mesa del patio donde María apoya la torta de cumpleaños está rodeada por un hormiguero de niños de todas las edades.

María alza a Josefa que llora porque sus tres años no le dejan llegar a la mesa para ver el espectáculo.

Alrededor de la mesa se ven muchas cabecitas de cabellos negro azabache que brillan bajo el brillo del sol.

Antonio levanta a Roque, su varoncito más chico que va para los dos años, y se acerca a mesa.

Se prende la vela y comienza el canto del feliz cumpleaños entre risas y aplausos.

Antes de soplar los mira a todos y siente que se le aprieta el corazón. Ya van quince años que está en esa casa y catorce hijos ya ha sembrado en esa nueva tierra.  

Italia y el hambre ya es un viejo recuerdo.

Sonríe y se inclina hacia la torta, pero la vela ya está apagada por varias bocas que dejaron sus babas sobre el merengue.  

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